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Blanco en blanco. Bandera blanca para otra “gran hazaña” blanca

Por: Berta Carricarte Melgarez

Tierra del fuego, vendida turísticamente hoy como la “Tierra del fin del mundo”, por su delimitación geográfica, es el espacio histórico en el que se desarrolla Blanco en blanco (Chile, España, Francia, 2019); título que en primera instancia parece aludir a las nevadas que suelen predominar en este archipiélago, situado en el extremo sur de la Patagonia, entre los océanos Atlántico, Pacífico y el Antártico.

Dividida, no sin conflictos previos, entre Chile y Argentina, Tierra del fuego fue escenario de uno de los episodios de despojo más crueles que el conquistador europeo desplegó en el continente americano. Algo de esa barbarie ya fue contado en Tierra del Fuego (2000), película del importante realizador chileno Miguel Littín, rodada en Punta Arenas y Tierra del Fuego, principalmente. La cinta de Littin está basada en la novela homónima de del escritor chileno Francisco Coloane (1956), y en las crónicas del ingeniero Julius Popper, nacionalizado argentino y participante de la matanza selknam, uno de los pueblos amerindios que habitaron ese austral archipiélago.

Si algo debemos agradecerle al chileno Théo Court, director de Blanco en blanco, es haberse limitado a contar su historia en unos razonables 100 minutos. También podemos celebrar el modo en que la fotografía magnifica el espacio exterior y lo convierte en esa metáfora de la megalomanía colonizadora. Baste recordar que el afán de explotación ganadera y la extracción de oro por parte del hombre blanco produjeron el exterminio de la población autóctona de Tierra del fuego, compuesta por varias etnias.

Calzando los tópicos fundamentales del western tradicional: blancos contra indios, paisaje con valor tropológico y chica sensual como musa y trofeo masculino, Blanco en blanco se enfoca en cuán excitante y divertido pudo ser la aventura de conquista y limpieza étnica, no sin apelar a la romantización del abuso sexual, o a ciertas preocupaciones “estéticas” del artista, como subterfugio de una clara violencia ejercida mediante jerarquías de poder.

En este caso, el relato que importa se centra en Pedro (Alfredo Castro), fotógrafo de mediana edad, que llega al mencionado lugar, a fines del siglo XIX para servir a míster Porter, latifundista que va a desposar a una niña aristócrata llamada Sara (. Sin embargo, Pedro se ve envuelto en la masacre organizada por hombres que, como él, han ido a ese inhóspito lugar buscando fortuna a cualquier precio.

Llama la atención que siempre el punto de vista que ofrece el filme corresponde a una mirada y voz androcéntrica y colonial. Aunque míster Porter no da nunca la cara, es su voluntad la que siempre se ejecuta en pantalla. El magnate ha encarnado en el agreste paisaje, y como Dios mismo, observa y controla todo lo que acontece en el lugar. Parecería alter ego del director, que no figura en escena tampoco, pero cuya palpable huella es el filme mismo. De hecho, es fácil suponer, dado el tratamiento narrativo que, si míster Porter cobrara vida real, daría su total anuencia a esta representación cinematográfica de lo que fueron su autoridad y sus privilegios en esas usurpadas tierras.

Especial satisfacción debiera producirle al terrateniente, la pasividad, indiferencia y holganza con las cuales se caracteriza a la infanta que sería su esposa. Desinteresada por todo cuanto ocurre con su cuerpo, Pedro la manipula como una muñequita de plastilina, hasta sacar de ella una imagen de prostituida complacencia.

No menos sumisa es la posición de las indígenas secuestradas para el placer de los blancos, quienes las manosean y violentan sin recibir la más mínima oposición por parte de ellas.  Menos grácil es la conducta de la mucama. Primero se emborracha y entra en el juego de la provocación sexual con el capataz, pero luego, hastiada ya, juega al “no me toques”, como para reafirmar ese viejo mito esencialista de que las mujeres disfrutan ser violadas.

La morbosa presencia de esta tropa de asesinos en pantalla, certifica el placer de una mirada que gusta de lo que ve, o de lo que enseña. Legitima el blanco del blanco, la misión barbárica de quienes ahora, son revividos por una fábula que los empodera otra vez, elevados al rango de invictos protagonistas.

No pocas veces la excelencia en el manejo de los recursos audiovisuales –dígase, fotografía, edición, dirección de arte- se comporta con semejante exquisitez para exaltar el exterminio, la misoginia, la violencia y la dominación falocéntrica. El cine sigue siendo territorio privilegiado de la male gaze o mirada masculina, acostumbrada a exaltar relatos de héroes, superhéroes y antihéroes, donde las mujeres, los pobres, y los no blancos son el lugar suprimido, minimizado, distorsionado o inculpado, en favor del blanco.

El tema del filme es la conquista, o dicho de otra forma, la ocupación territorial con ánimo de lucro. La tesis que deduzco de la lectura de la obra es que, para conquistar, hay que neutralizar a las fuerzas opuestas. Coincido con Umberto Eco cuando en Intentio Lectoris dice que hay que empezar todo discurso sobre la libertad de interpretación, con una defensa del sentido literal. En ese aspecto la película de Théo Court es de una transparencia y literalidad sorprendentes, a tal punto que el conflicto dramático está entre débil y nulo. Si aplicáramos el modelo actancial de Greimas a cualquiera de sus actantes el resultado sería el mismo; es decir una endeblez palmaria en cuanto a oposiciones. Digamos, el deseo de Pedro es explotar el cuerpo femenino como fetiche, y no encuentra en ello oposición alguna de su víctima. Directamente Sara carece de deseo alguno, pues su rol ha sido sentenciado a satisfacer las fantasías voyeristas y pedófilas de Pedro y las pretensiones matrimoniales de míster Porter.

Típico de la male gaze o mirada masculina, es la banalización de la violencia a través de su romantización, más que explícita en la performance que Pedro obliga a ejecutar a la niña dos veces; primero cuando quiere obtener una foto que satisfaga las expectativas de Míster Porter, y luego cuando quiere satisfacerse así mismo.

Igual que ella, las indias carecen de deseo manifiesto en el filme, así como de voz. Una de las bases del patriarcado consiste en impedir que las mujeres hablen. Los parlamentos de ellas están reducidos al mínimo. Todo el tiempo la acción perpetúa los estereotipos tradicionales tanto de conquista de territorio y vasallaje cultural, como de género y sexualidad. Las mujeres que aparecen solo existen en posición de inferioridad y dependencia. Sus cuerpos representan ideales imposibles (obligadas a adoptar poses), artificialmente creados (encorsetados) y cumplen el papel de objetos decorativos, incluso las indias cuyos cabellos y piel el dominador acaricia y alaba en éxtasis.

Igual silencio se le endilga al indio que acompaña a los mercenarios en la más absoluta obediencia, garantía de vida para él que, siendo hombre racialmente inferior según la mirada blanca, se salva gracias a su mudez. Obedecer y callar es el mandato blanco, que Pedro ajusta y replica en su manipulación de Sara cuando le ordena: “…cierra los ojos…; duérmete”.

El deseo de los colonos es apoderarse del territorio y despojar a los nativos de sus mujeres y niños; operación que no podía ser más fácil y expedita, según lo resuelve el filme.  El punto de vista sostenido por los dominadores convierte en elipsis la escapada de los indios, porque lo que importa es el safari que se desata después y no la acción de los cautivos. De modo que todo programa dramático se genera a partir de la voluntad del blanco, sujeto portador del protagonismo, y su deseo, ya sea individual o colectivo se cumple a expensas de cualquier otra entidad no blanca, sobre la cual siempre ejerce su voluntad colonizadora, racista y sexista.

El dato de que esta película pueda ser defendida alegando que expone la realidad tal cual fue en esa época para generar una denuncia, demuestra que la ideología reaccionaria ha hecho bien su trabajo, ha inyectado una droga haciendo creer que es una vacuna.  Es como si un maltratador le diera una golpiza a su mujer y luego le dijera: ¿Ves?, hasta este punto puede llegar la violencia contra las mujeres; ¡mantente alerta mi amor! Esto sin contar que no existe una versión real de lo que en un tiempo fue lo que fue, pues solo se dispone de relatos que, como este filme, interpretan, manipulan, invisibilizan a unos y exaltan a otros y reescriben constantemente la historia, según el punto de vista que convenga a quien lleva la voz cantante, y en este filme esa voz es de furibundo orgullo blanco.

Vuelvo a Eco, en cuyo texto ya citado dice: “En el De Doctrina Cristiana decía Agustín que, si una interpretación parece plausible en un determinado punto de un texto, sólo puede ser aceptada si es confirmada -o al menos, si no es puesta en tela de juicio- por otro punto del texto.”

En Blanco sobre blanco, hasta el título es un tributo a la voz dominante. En la medida que el filme avanza corroboramos una y otra vez el predominio narrativo se esa voz.  Ya expliqué que no existe oposición palpable en ninguna de las instancias contra las que se vuelca la aventura de conquista y opresión de los invasores. De haberlo querido los guionistas (el propio Théo Court y Samuel L. Delgado), sin tocar lo que se ve en pantalla, solo añadiendo nuevos significantes (escenas o planos) habrían podido valerse de estrategias narrativas y de recursos propios del lenguaje cinematográfico, que permitieran revertir un discurso tan retrógrado como el que propone la cinta. El mensaje final no solo es de impunidad para los invasores, sino de refocilamiento triunfal, glamourización y ridiculización de la violencia.

La última escena de Blanco en blanco es ejemplar modelo de male gaze: teñida con un humor elegantísimo y pseudochaplinesco, intenta dejar grabados en nuestra retina la imagen triunfante y multiplicada del hombre blanco, apolíneamente erguido, con un pie sobre su indígena muerto –no asesinado, sino cazado-, apuntando con su rifle hacia futuros exterminios, e impoluto en su blancura genocida que aun resplandece sobre la sangrienta blancura histórica de Tierra de fuego.

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