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Marcela Matta: Premio Lucía para una directora “moderna”

Por: Antonio Enrique González Rojas

La cinta uruguaya Los modernos (2016) ganó el premio Lucía de la edición 14 del FIC Gibara al Mejor Largometraje de Ficción para sus directores, guionistas y editores Mauro Sarser —también actor protagónico— y Marcela Matta. Además de otro Lucía en la especialidad de Mejor actriz para Noelia Campo, una de sus protagonistas.

A los predios de Gibara solo pudo acudir Marcela. Con ella conversé sobre algunos elementos estético-discursivos, y sus dinámicas de rodaje y producción, breves minutos después que la presentara a los públicos concurrentes al cine Jibá de la Villa Blanca.

La película me llama la atención desde el mismo título, pues considero que es una ironía coloquial, ya que resulta vox populi usar esa frase para criticar o calificar a las personas con percepciones singulares de la vida.

El título tenía que ver un poco con una idea muy primaria que teníamos cuando comenzamos la escritura del guion, pues queríamos jugar con los términos de Modernidad y Posmodernidad. Algo que está insinuado en algunas de las escenas de la película, cuando se habla de esa falsa vanguardia que es lo posmoderno: una cáscara que no tiene una esencia. Algo que sí tenían los verdaderos modernos. Entonces quisimos retomar el término Modernidad, por tener un sentido, y no por lo superficial y efímero de la posmodernidad. Después esa idea, obviamente, fue mutando y la película trata otros muchos otros temas, como los conflictos humanos, los conflictos de pareja, de realización personal, la paternidad, la diversidad afectiva y sexual. Está el hecho de que tiene música de Gardel y es en blanco y negro. Entonces el título cerraba por todos lados con esas ideas y conceptos que empezamos a manejar.

Sin embargo, el personaje que usan para expresar tales perspectivas sobre la Posmodernidad resulta un personaje antipático, nada atractivo.

No es que lo usamos. Nosotros no juzgamos a los personajes, ni los defendemos. Ni es la voz nuestra. Son simplemente espejos, reflejos de la sociedad, del entorno. Y si hablamos de nosotros mismos, pues también nos reímos de nosotros mismos. Nos exponemos a ese juicio. O sea, el personaje no siempre gana las discusiones. O siempre tenés a alguien que opina diferente o que tiene otra visión de las cosas. No es que tenga nuestro discurso la película, sino que tiene nuestra visión.

El empleo de estos créditos iniciales de sencillas letras blancas con fondo negro, el uso de la música de Gardel con la fidelidad de un disco de acetato antiguo, veo un diálogo estrecho con una cinta como Manhattan (1979) de Woody Allen. Solo que él emplea jazz clásico para sus créditos. 

El blanco y negro surgió cuando fuimos a hacer un esquema de producción para hacer posible la película, con solo siete personas y los mínimos recursos. No tuvimos fondos públicos previos para el rodaje. Teníamos el guion y este grupo de amigos con ganas de hacerla, entonces buscamos la forma más accesible y directa. Hicimos un ensayo, rodamos cuatro o cinco escenas en colores, pero a la hora de la posproducción vimos que el retoque y la finalización nos llevaban mucho tiempo y un dinero que no teníamos. Probamos el blanco y negro a ver cómo quedaba, y dijimos: es perfecta.

Las cosas nunca suceden por un solo motivo, y cuando vimos la prueba dijimos: qué estamos hablando, esta película tiene que ser en blanco y negro. No podía ser en colores. Eso también facilitaba el vestuario y la escenografía. Los colores se tratan con texturas, contrastes y temperatura. Podíamos rodar a cualquier hora, y calzaba conceptualmente con la idea de la película.

Además, nos gusta mucho el cine de Woody Allen, y el cine clásico en general, por sus estructuras. Con eso nos hemos criado y hemos absorbido mucho. Nos gusta igualmente Spielberg y James Cameron. Pero obviamente, el cine que podemos hacer se acerca más a lo que hace Allen como cine independiente. Los créditos con fondo negro y letras blancas son más baratos que animar y hacer una presentación. Creo que indirectamente Woody Allen usa esos recursos porque es una forma de hacer un cine accesible. Y nosotros estamos haciendo lo mismo, pero en Montevideo.

La idiosincrasia montevideana quizás tiene bastante que ver con la idiosincrasia del intelectual neoyorkino, o por lo menos el micro círculo que plantea nuestra película. Más que referencias directas, creo que tiene que ver con que vivimos experiencias similares, y cuando vas a expresarte tomás lo que tenés cerca: recursos y temáticas. Porque la película trata de ese nuestro grupo y nuestro entorno. Y lo que sucede es que cuando salimos con la película por todo el mundo, la gente se siente identificada en todos lados. Entonces, eso que pensamos tan intimista y tan nuestro, de repente es Manhattan.

Pero la película no delata este minimalismo productivo. Se siente como una película de alto presupuesto. A mi sobre todo me llaman la atención los espacios. Se aprecia una precisa escogencia de las localizaciones, tanto los públicos como los privados. Es todo un circuito de espacios.

Me encanta que hayas dicho eso, porque a veces la gente que hacemos cine independiente en América, o en otras partes del mundo, vivimos como en una falacia que aspira a un sistema de producción de la industria. Sin embargo, muchas películas independientes se hacen con fondos, con dinero y se invierte mucho en ciertas cosas, que a nuestro entender —este es nuestro primer largometraje, pero hace quince años que trabajamos en el medio audiovisual— son valores de producción que deben pasar por otras rutas. Lo que nombrás, las localizaciones, los entornos, tiene que ver con eso. ¿Tenemos pocos recursos para contar algo?, pues utilicemos lo que tenemos a mano. Por suerte tenemos una ciudad estupenda como Montevideo, con lugares maravillosos como la librería donde sucede una escena de almuerzo, que se llama El más puro verso, y es uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad vieja. Fue restaurado y acondicionado por estas personas, quienes pusieron allí la librería con su restaurant arriba. Es un espacio maravilloso. Está la cafetería del Centro Cultural de España. Tenemos unos amigos poetas locos que tienen La cueva del Wapití, donde transcurre una escena de fiesta. Yo soy poeta también, y he asistido ahí a muchos recitales y slam poéticos.

Cuando uno no tiene los recursos económicos tiene que usar la imaginación, hacer un cine bien contado con las letras y la imagen. El lenguaje cinematográfico no cuesta dinero. El guion cuesta tiempo. Hay que aprovechar los entornos. La ciudad es un personaje más dentro de la película. Y la queríamos mostrar no como postal, sino ese lugar donde vivimos. Por suerte hemos sembrado amigos. Y ahora cosechamos. Pudimos usar esos espacios que dan valor agregado a una producción muy mínima.

El trabajo fue mucho, las personas con que laboramos son muy profesionales, y por eso logramos este resultado que nos dejó muy contentos. Lo hicimos con nada, pero con mucho esfuerzo.

El resultado es profesional a escala de fotografía y de arte. El vestuario caracteriza muy bien a cada uno de los personajes.

El vestuario es un trabajo de Valeria Piris, que es artista visual y es performer, y este fue su debut como vestuarista. Hizo un perfil de cada personaje. La ropa se consiguió en casas de segunda mano. Fue a casa de las actrices y seleccionó de sus roperos lo que servía. Todo se hizo así en cada rubro.

 

 

 

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