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Premios Lucía de Honor para Enrique Pineda-Barnet, Salvador Wood y Mirta Ibarra

Por: Antonio Enrique González Rojas

Enrique Pineda-Barnet resultará el primer realizador cubano en recibir uno de los premios Lucías de Honor al mérito fílmico de toda una vida, que se entregarán por segunda vez en la edición 2018 del Festival Internacional de Cine de Gibara (FIC Gibara). Previamente distinguido con el Premio Nacional de Cine y el Coral de Honor del Festival de La Habana. Es un creador de amplio espectro cuya obra pendula entre el cine experimental de escritura abstracta (Cosmorama, 1964) y la (foto)animación (Ñame, 1972), hasta el diálogo cinematográfico con las artes escénicas (Giselle de 1964 y Aire frío de 1965) y el cine narrativo fictivo/documental más suscrito al canon (M-S de 1972 y La Bella del Alhambra de 1989).

Su obra guionizada y rodada, cuenta con un componente sensorial significativo que tiene su máximo culmen vanguardista en la temprana (perdida y encontrada) Cosmorama. Consonante con el clásico Ballet mécanique (Fernand Léger, 1924), su aditivo sonoro engarza con el festín, sublime hasta lo sensual, de las formas abstractas y la luz. Suerte de manifiesto del arte cinético, además de grácil y —¿por qué no?— surreal defensa del muy problematizado abstraccionismo cubano gestado en la década previa a su realización, Cosmorama quizás representa la primera gran transgresión de fronteras canónicas en el arte cubano. Y es documento a favor de la hibridación genérica, como gran precursor del videoarte o videocreación en el país.

La Bella…, por su parte, se coloca en nuestros anales fílmicos como una de las más exitosas incursiones en el cine musical después de 1959, un apartado bastante magro para esta “isla de la música”. Pineda-Barnet se desembaraza aquí de moralinas y prejuicios contra el deleite lúdico, desplegando sobre la pantalla otra fiesta de colores y sensaciones, pero de altas cotas lúbricas bien carnales.

Sin perder el sesgo trágico del personaje central y el convulso contexto histórico político, se aprecia un énfasis nostálgico en la resurrección casi antropológica del extinto teatro Alhambra de La Habana y sus glamorosos espectáculos, donde se deduce una de las células básicas del costumbrismo cubano. Todo esto hace dialogar a la película, sin muchas timideces, con el muy latinoamericano “cine de rumberas” precedente, y con el más subtropical “cine de cabaret”, donde se adscriben cintas como El ángel azul (Josef von Sternberg, 1930), Cabaret (Bob Fosse, 1972) y Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001).

En la conferencia de la edición 14 del FIC Gibara, su presidente Jorge Perugorría, comentó respecto al actor Salvador Wood: “tengo siempre en blanco y negro a Salvador en mi cabeza, como parte de esos recuerdos de la que fue la etapa más bonita del cine cubano”. Esta referencia linkea a un clásico de la fílmica insular como es La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, 1966), donde el protagónico Juanchín encarnado por un muy joven Wood, resulta sumatoria referencial y orgánico homenaje a estrellas de la comedia muda internacional como Max Linder, Buster Keaton y Harry Langdon. De ellos Alea tomó las aventuras acrobáticas, la melancolía crónica —sobre todo de los dos últimos— y el sino trágico de la mayoría de los personajes que asumieron en sus precursoras cintas: resultaban casi siempre héroes-víctimas de un contexto civilizatorio moderno (industrial, urbano) agreste, donde el ser humano deviene superviviente de los continuos embates del hado inmediato. De ahí se deriva una comicidad agria, remojada siempre en el acíbar de la sinrazón y el infortunio.

Previamente homenajeado por el propio Perugorría con un cameo en su segundo largometraje como director Se vende (2012), Salvador Wood se convirtió para siempre en uno de los íconos insuperables del cine cubano, que vendría finalmente a componer una bizarra díada con el subsiguiente Sergio de la ahora cincuentenaria Memorias del subdesarrollo (1968). Cada uno ubicado en los dicotómicos rediles que las parcializaciones del momento sociopolítico establecían: el proletariado y la burguesía. El Juanchín obrero y el Sergio bourgeois confluyen en el trágico final que se les depara, justo en las fauces del Saturno que los devora sin miramientos clasistas.

Wood encarna a su personaje como un ser, más que torpe, entorpecido, abrumado, sobresaturado por los avatares agotadores del laberinto tautológico donde lo han situado fuerzas incomprensibles para él, y hasta para Kafka. La voluntad y la tozudez fruto de su llaneza honesta de “Juan sin nada” descollan como sus principales virtudes. Salvador lo hace pendular justo al borde de lo lastimero, pero sin caer nunca en el patetismo ridículo del fantoche. Más bien es subrayado todo el tiempo por una integridad que arroja luces positivas sobre su victimización.

Soy Cuba (Mijail Kalatozov, 1964) —aquí, cual cercana profecía, compartió créditos con Sergio Corrieri, poco antes de encarnar ambos las quimeras de Titón—, El brigadista (Octavio Cortázar, 1977) y la telenovela Cuando el agua regresa a la tierra (Mirta González, 1993) suman a su currículum audiovisual otros tantos y variopintos personajes recordables.

Mirta Ibarra, orgánica más que camaleónica en su técnica histriónica, es una de las pocas actrices cubanas, quizás la única, que haya encarnado un personaje recurrente en un confeso universo fílmico: la atolondrada y trágica Nancy, fuerte secundario en Adorables mentiras (Gerardo Chijona, 1991) y Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea, 1993), escritas ambas por Senel Paz. Que en verdad componen un tríptico encabezado por Una novia para David (Orlando Rojas, 1985), donde entonces hacen su primera aparición los personajes de David (entonces interpretado por Jorge Luis Álvarez) y Miguel (Francisco Gattorno).

Nancy viene a encarnar, prácticamente en estado de puridad, el gran objetivo de todos los personajes del drama: la búsqueda de la felicidad. Y funciona como complemento, como recordatorio de esto —casi una nota extradiegética— para los conflictos y parejas centrales de las respectivas películas donde aparece. Outsider desamorada en Adorables…, termina alcanzando su clímax y hallando su preciada realización como pareja en Fresa…, al engarzar su destino con el de un David (en este caso Vladimir Cruz) que también termina autosegregándose del bicromático stablishment político-moral al aceptar a Diego y sus otredades.

Una de las figuras interpretativas axiales de la suerte de círculo fílmico cómplice integrado por Alea, Juan Carlos Tabío, y el propio Perugorría ya como director, la Ibarra está fetichizada por ellos desde La última cena (Titón, 1976) y Se permuta (Tabío, 1983) hasta Fátima o el Parque de la Fraternidad (Perugorría, 2014). Indistintamente asume secundarios significativos (Fresa…, El cuerno de la abundancia, Aunque estés lejos, Se vende) y protagónicos (Hasta cierto punto, Guantanamera), pendulando desde la organicidad más austera y una contención cuya intensidad alcanza la masa crítica en su fuerte mirada, hasta el grotesco tragicómico y la sátira más caricaturesca.

Los propósitos de su Nancy se reiteran en dos cintas corales, distantes cronológicamente, revestidos de nuevas conflictualidades y contextos: las historias Julia (Mayra Vilasís) de Mujer transparente (1990) y Sábado: Dulce amargo (Tabío) de 7 días en La Habana (2011). Encarna aquí a mujeres profesionales — lejos del ambiente fabril que caracteriza a otro ícono como el personaje de Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979) a cargo de Daysi Granados—, incidiendo en los sistemas representacionales y los paradigmas de mujer cubana post-1959. Sobrevivientes ambas, una al divorcio, otra a las carencias de la cotidianidad nacional. Todas a Cuba.

 

 

 

 

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