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Carlos Enríquez o El rey de los campos de Cuba

Por: Haziel Scull Suárez

Fotos: Tomadas del sitio web del Museo Nacional de Bellas Artes

Habana extramuros le dicen. No obstante la zona, para su defensa, es un paraje bastante tranquilo. Demasiado, según el gusto de la gente de esta época moderna. Para mí, como pintor, es un lugar perfecto. Idóneo, sería la palabra correcta. Cuando regresé de Pennsylvania todavía tenía la sensación de estar caminando por la estación de trenes de Nueva Oxford ¿o era la de Gettysburg? Realmente no importa, lo que no se me olvida es la combinación de madera y hierros: hacían un espectáculo visual sin igual. Imaginé como sería una casa, mi casa, con características similares. Tal vez añadiéndole algunos elementos propios de la arquitectura colonial, para no perder el mestizaje: un mediopunto por aquí, un vitral por allá, a la reja tal vez añadirle un motivo con forma de lira…son ideas que iré madurando a medida que vaya concretándose el proyecto de construcción.

Estas podían haber sido las palabras de Carlos Enríquez cuando regresó a Cuba, después de una estancia en los Estados Unidos y decidió edificar su vivienda en unos terrenos en Párraga, suburbio capitalino, que había heredado de su padre. La construcción que hoy llamamos Hurón Azul y funge como casa-museo dedicada al artista desde 1987, se concluyó en 1939 y fue el inmueble donde habitó el también novelista hasta su muerte, 18 años después.

El tan sui géneris espacio, rodeado de disímiles árboles, en especial palmas, cuenta con una chimenea que no sabemos si llegó a utilizar en alguna noche fresca de tertulias, en las que departía con Félix Pita, Nicolás Guillén o Marcelo Pogolotti. También cuenta con una cábala que el mismo Carlos trazó a la entrada de la puerta principal. Dicen los que compartieron con él que al menos dos fechas de las ahí presentadas se cumplieron en vida del pintor.

El espacio, en general, era muy pintoresco y estaba cargado de historias de todo tipo, lo sigue estando a día de hoy; sin embargo, hay dos cosas que en aquellos alegres años cuarenta llamaban la atención de todos los visitantes y eran parte del halo especial del rincón del artista: la piel de hurón pintada con azul de metileno, regalo de un amigo, que se exhibía dándole la bienvenida a todos los que se acercaban a aquella estancia suburbana y el camino de botellas de cervezas que los dirigía desde esa misma entrada a la casa azul y blanca. La leyenda dice que cada una de esas botellas fue tomada por el pintor y luego, curiosamente colocadas en aquella posición por Manuel Vega, su jardinero y amigo. Ante las preguntas de los curiosos, Carlos -continúa la leyenda- se encogía de hombros y decía: Yo he tomado más que eso.

El pintor era un hombre bohemio, disfrutaba del oficio de artista y de ello da fe su manera de trabajar con el pincel, la intensidad de la transparencia en sus obras y las diversas personalidades que lo rodearon, incluido los fantasmas. Al parecer fue uno de estos últimos el que hiciera las marcas (aún se conservan) en la escalera que nos lleva hacia su estudio, en la planta alta del Hurón Azul. Fue en este espacio donde se fraguó no solo su creación plástica, sino donde pervive aún su espíritu en el autorretrato más conocido y mejor conservado de los que se conocen.

Cada domingo, el camino hacia la barriada de Párraga se llenaba de automóviles con la crema y nata de la intelectualidad cubana del momento que, aceptando la invitación de Carlos Enríquez y sabiendo que cada fin de semana cocinaba en esa casa el chef del renombrado restaurante La Zaragozana, pasaban una tarde de tertulia, amenizada con chicharrones, arroz moro, vianda hervida y demás delicatesen de la comida criolla; sin mencionar el siempre presente trago de Matusalén, el preferido del pintor.

Carlos Enríquez
Boceto para Virgen del Cobre

1933
Carlos Enríquez
Retrato de María Luisa Gómez Mena
Carlos Enríquez
Detalle de la muerte de Martí

La pared está demasiado vacía. No debí haber corrido tan hacia la derecha los libros. De todas maneras el espacio también me puede servir para hacer el mural que tanto tiempo he querido hacer. Los tres cuerpos de las bañistas caben justos, cada una con su gracia. Eva me servirá de modelo, no será tampoco la primera vez que lo haga. Con este mural y la entrada de luz que me da el vitral del fondo, completo mi refugio; que al final es refugio de todos mis amigos cuando de fiesta se trata. Sí, decididamente aquí haré el mural. ¡EVA! ¡Mi amor, baja!

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