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Mucho más que Yuli

Por: Berta Carricarte

Yuli, un chico negro habitante de un suburbio habanero en los años ochenta, no quiere ser bailarín de ballet sino de breakdance. Su padre, un camionero pobre e iletrado, sueña con que el niño se convertirá en un artista famoso; día y noche lo incita a seguir lo que él llama su “estrella”, y no duda en utilizar las más violentas formas para doblegar al crío a que cumpla su sueño. El talento se impone y poco a poco Yuli va conquistando el mundo, convirtiéndose en ídolo para las multitudes, y en orgullo de su país, Cuba.

Esa es, grosso modo, la historia que cuenta la directora española Icíar Bollaín, inspirada en la autobiografía del bailarín Carlos Acosta No way home. A Cuban dancer’s story, publicada en 2007, y a propósito de lo cual la crítica Isis Wirth afirmó:el cubano Carlos Acosta es hoy el más grande bailarín del mundo, y en ese podio solo lo acompañan dos mitos: Nijinsky y Nureyev. Fue Carlos quien demostró que un príncipe del ballet podía ser negro.”

Con guion del escritor escocés Paul Laverty, autor de varios guiones para filmes de Ken Loach (uno de los más importantes cineastas ingleses), la película es un típico melodrama, con un núcleo temático dirigido hacia la transformación del sujeto protagonista en triunfador, en plan “patito feo se convierte en cisne”. Dicho esto, me siento en la obligación de advertir, más que de recordar ya, que una cosa es la realidad y otra muy diferente un filme de ficción. Por lo que llamo a quien esto lee a no trasferir juicios estéticos a realidades no estéticas. Mi jurisdicción crítica se limita a la diégesis del filme y no a las circunstancias reales en las que pudo haberse inspirado.

Icíar Bollaín, actriz y cineasta, es conocida entre nosotros por filmes como Katmandú (2011), Mataharis (2007), y Te doy mis ojos (2003) cinta que refleja de modo inmejorable el ciclo de la violencia contra la mujer dentro de la pareja, y cuyo impacto como obra cinematográfica proviene de una historia contada con la mayor excelencia, e impresionantemente protagonizada por Laia Marull y Luis Tosar.

Por el contrario, Yuli padece una puesta en escena llena de lugares comunes y frases carentes de vida propia. Se tiene la impresión de estar viendo una película cubana de las que en los últimos años ha producido el ICAIC, sin potencia en los diálogos, sin aliento histriónico, y de una incómoda previsibilidad. La historia conmueve por sí sola, por eso yo le llamaría una película de lágrima fácil, que el público tiende a calificar como muy buena, en proporción directa a los sollozos más o menos contenidos que provocan algunas situaciones dramáticas.

Hay dos líneas narrativas. Una sigue el hilo cronológico de la vida de este niño, a quien su padre llama Yuli, para potenciar el arrojo del guerrero yoruba; aquí los sucesos se van encadenando a través de elipsis más o menos logradas, con saltos de un actor a otro para caracterizar el crecimiento biológico de Carlos. Ello trajo como consecuencia que la cierta fluidez interpretativa lograda por Carlos-niño (Edison Manuel Olbera), se viera empañada por la fatal encarnación de Carlos-joven (Kevin Martínez). Por momentos Martínez estuvo a punto de lograr cierta naturalidad, pero quedó lastrado por diálogos horrendos, que no supo cómo integrar al carácter del personaje, a su sicología, y a la cubanidad que de ello debía derivarse.  De nada sirvió a Bollaín, su experiencia como directora, para captar el tono garante de verosimilitud que exigían las circunstancias del personaje, un cubano joven, rebelde, criado entre la marginalidad y el elitismo balletoniano.

La otra línea narrativa es la más interesante, la mejor lograda: Carlos Acosta se interpreta a sí mismo en el montaje de una obra danzaria sobre su vida. La explosión de vitalidad, emotividad y riqueza expresiva que se logran en cada una de las performances realizadas a modo de ensayo teatral, le dan al filme momentos de exaltación artística en verdad emancipadores. La música contribuye a glorificar estos instantes únicos, dentro de un filme salpicado con algún que otro soplo de humor, pero con un deficiente manejo del género melodramático.

No obstante, Yuli toca de soslayo algunos de los temas polémicos e inacabables de la Cuba actual: la discriminación racial, la pobreza y la emigración, entre otros menos visibles, pero latentes. Era imposible lograr un filme creíble sin aludir a ciertos tópicos que son el centro del verdadero debate en las calles y hogares cubanos; pero quizás resulte más perniciosa, por frívola, tanta sugerencia, tanta insinuación que una crítica más frontal. Claro, un filme que sigue una propuesta de tipo biográfica (casi autobiográfica), sobre un sujeto activo, que aspira a continuar insertado en el arcoíris cultural de la nación, no puede darse el lujo de jugar al contestatario.

En verdad, la cruda y hermosa historia de Carlos Acosta, se cruza constantemente con episodios como el período especial y la crisis de los balseros, motivando profundas reflexiones en quienes hemos hecho recorridos históricos similares, ya sea como hijos o como padres, ya sea para cumplir sueños grandes o pequeños. Por otra parte, el premio a la consagración de un hombre, todavía joven, todavía entregado a su arte con devoción y resultados relevantes, fundador de su propia compañía (Acosta Danza), que continúa despertando la admiración y el orgullo de su gente, merecía una película tan grande como él mismo. Yuli no lo es.

Por eso ahora, siempre que pienso en este bailarín excepcional, lo imagino sobrevolando en un grand jeté los infortunios sufridos por su pigmentación cutánea y su condición social, y me aferro a lo mejor de Yuli: los episodios que condensan la semificción testimonial de Acosta. Nada comparable con los duetos padre e hijo, mediante coreografías de ternura insuperable una, y de sublime violencia la otra. Siempre traerán a mi memoria a aquel chiquillo majadero y terrible, que yo misma no fui capaz de convertir en un pitcher famoso, en un consagrado karateka, ni en un laureado remero; quizás porque nunca creí verdaderamente en su estrella, ni lo obligué a seguirla, a-costa de lo que fuera.

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