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Páginas blancas, El resplandor y un poema de Neruda.

Por: Berta Carricarte

Entre las obras audiovisuales más interesantes presentadas en la pasada Muestra Joven ICAIC, destaca Páginas Blancas (Hugo Navarro Ramírez, 2016). Su bien lograda fotografía, edición y dirección de arte, entre otras excelencias, la convierten, sin dudas, en una joya del Movimiento Audiovisual de Nuevitas.

La trama se ubica en la vivienda de un joven matrimonio. Mientras la esposa, realiza las tareas domésticas, el marido escribe-tal vez la novela de su vida-, en una vieja máquina que taconea sin cesar.La pareja vive en una casa envejecida, que exhibe su más palpable miseria, como expresión de una indigencia más anímica que económica.

Aunque no pocos se quejan de que el cine cubano de última generación insiste en presentar entornos paupérrimos, ya sean urbanos o rurales, en este caso no se trata de un cliché. El descalabro material de esta morada alcanza una connotación casi metafísica, que está en relación directa con lo que uno de los personajes ni mira, ni ve.

El primer plano del filme toma, en un escorzo extraordinario, el cuerpo de la muchacha dormida: el pie torcido, el pelo revuelto, la sábana blanca que cubre un cuerpo en su desparramada postura, y al fondo la vieja pared descascarada, acusando un mal repello y siglos sin pintar. Esa imagen resume así, de forma casi poética, casi pictórica, el sentido de la historia que veremos a continuación. Pero sobre todo nos presenta al sujeto femenino desde una perspectiva que repudia la imagen complaciente y cosmética que ha prevalecido en la representación de la mujer en el cine históricamente.

Pero Navarro va todavía más lejos. Coloca la cámara a cierta distancia y de modo frontal y bajo, para que veamos a la joven moverse por la cocina de la misma manera en que la cineasta Chantal Akerman registra los movimientos de su personaje Jeanne Dielman; con la diferencia que Akerman tiene todo el tiempo del mundo para recrear los quehaceres del hogar que capitalizan la vida de su protagonista, y Navarro solo tiene unos minutos.

Para todo el que conozca el filme de referencia (Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), esta escena constituye una pista del desenlace, y una clave de los presupuestos estéticos enarbolados en Páginas blancas.

Mientras la disfrutaba, me vino a la mente un chiste de Eva Hache (famosa presentadora de tv y humorista española), a propósito del célebre poema de Pablo Neruda, cuyo primer verso (sin mencionar el resto del poema) jamás me hizo gracia: Me gustas cuando callas porque estás como ausente.

En efecto, sin dudas la cualidad que este aprendiz de literato más admira en su mujer, es que no habla. Ella le trae el café y espera en silencio -y en vano-, a que él advierta su presencia. Pero él, que usa unas Ray Ban, más para darse pose de intelectual que para domeñar un incipiente astigmatismo, no ve más allá de la taza de café que, cada mañana ella le pone delante. A veces ni siquiera ve la taza de café.

La joven viene y va como un fantasma, invadida por una monótona soledad, acompañada del permanente tarareo de la máquina de escribir, que le recuerda nota tras nota, que ella está allí para servir al hombre y no para compartir su vida con él. Pero hay un dato que él pasa por alto: su mujer está viva, en toda la dimensión que abarca para cualquier ser humano estar vivo.

Ante todo, vale decir que Páginas blancas puede ser disfrutada y evaluada como una obra rica en simbolismos. La historia que narra es, probablemente, una metáfora del empoderamiento y del rol activo del sujeto femenino en la sociedad contemporánea.

El impacto social del estudio y la praxis en torno a los problemas de género, explica que ciertas obras audiovisuales se enfoquen en recrear a través de la ficción, no solo visiones que cuestionan la heteromormatividad prefijada por el modelo patriarcal, sino también expresiones de lo que se ha dado en llamar violencia reactiva; o sea, un tipo de respuesta de la mujer ante la violencia de género, contra ella ejercida.

En este caso se expresa en el irrespeto al ama de casa, en la ceguera y el desprecio por el tiempo y las energías que ella dedica a ordenar el hogar para que el resto de las actividades fluyan; y se expresa aquí también como ofensa al amor y a la unión erótico-sentimental de la pareja.

Otra de las obras presentes en la pasada Muestra, Fenómenos naturales (Marcos Díaz Sosa), también se aventura a proyectar un sujeto femenino cuyas acciones parecen subvertir, sin titubeo alguno, determinados estamentos del dominio patriarcal. Pero a diferencia de Navarro, las implacables elipsis a las que se somete el relato, así como un modelo de narración de estructura más aleatoria, generan una lectura mucho más ambigua y difusa; quizás, por ello más interesante, y en todo caso, tan válida como la subyacente en Páginas blancas.

En la medida que lo histórico-concreto apuesta por el cambio de paradigmas, el arte tiende a buscar su sincronía con la vida a través de la libre interpretación estética de la realidad.Todavía en El resplandor, Stanley Kubrick presentaba a un psicópata en plan de fingido novelista, que intentaría asesinar a su mujer y a su hijo.

Ahora, son las mujeres quienes controlan el relato. Como he dicho en otro lugar al referirme a Espejuelos Oscuros (Jessica Rodríguez, 2016), no se trata de instigar al genocidio de hombres por tal condición, instaurando así un nuevo sistema de desigualdad; sino de liquidar simbólicamente ciertas masculinidades hegemónicas y socialmente patológicas que no merecen ser lloradas. Pero se trata también de presentar al sujeto femenino desde perspectivas de emancipación que nunca antes habían sido abordadas, ni confesadas o admitidas por la sociedad.

Otro aspecto a resaltar en Páginas blancas, es el contraste entre el interior ruinoso y el exterior pleno de verdor campestre (que, en parte, la muchacha se ha encargado de cuidar y magnificar), equivalencia de la dicotomía que recorre el video de principio a fin. Es la polaridad entre lo físico y lo inmaterial, lo empírico y lo científico, la miel y el tabaco, lo crudo y lo cocido (diría Levi-Strauss); lo espontáneo e instintivo contra el constructo cultural. Mientras sentado frente a la ventana, él no ve la belleza del ave solitaria posada sobre una rama, su mujer contempla frente al espejo la salvaje soledad de su propia belleza.

Sin embargo, el director cae en la trampa de escarmentar a su personaje cuando en el plano final ella se enfrenta a la máquina y pulsa suavemente sus teclas. Ahora está en el mismo punto que antes, o sea, sola, deseosa de una compañía que atempere la humedad que la invade.

Ese día lluvioso, de una belleza fotográfica (que recuerda ciertos planos del cine clásico japonés), es ella, es su vida, su llanto, ¿su arrepentimiento? Al unísono, la misma humillación tácita regresa en una voz masculina ululante y burlona.  Ese triunfo de la razón cuyo sueño imposible ya no producirá monstruos, la ha condenado a la mayor de las angustias: a la página en blanco.

Tal despropósito aumenta con el lento desfile de los créditos sobre una rara superficie envejecida y manchada, y con el acompañamiento de una flauta llorona, que prolonga más allá de la ficción el sordo lamento de la protagonista. Perdido en una sentencia inclemente que ella no merecía, el director y guionista prefirió aliarse al melodrama, antes que asumir la insolencia y la ironía satisfecha que la inteligente historia pedía a gritos. Como la cínica respuesta que Eva Hache le habría dado a Neruda aquella noche de me gustas cuando callas…

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