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Pájaros de verano, merecido Premio Coral de ficción

Por: Berta Carricarte

En el principio fue una matriarca pidiendo una dote impagable. Un hombre enamorado decide hacer lo que fuera para obtener a la mujer amada. Y de ahí en lo adelante todo va mal. Un amigo se excede, una venganza se produce; viene el homicidio, la revancha, un alcohólico, la ambición, el Armagedón.

Inscrita en lo que ha dado en llamarse el género narco-thriller, Pájaros de verano (Colombia, México, Dinamarca y Francia, 2018) es la más hermosa fábula que pudiera explicar cómo evolucionó (o involucionó), la raza humana desde el cavernícola hasta Donald Trump. Es una película profunda, intensa, dulce y amarga en la misma proporción. Es la manera que tiene el arte auténtico de fajarse con su tiempo y abogar por el futuro.

El filme dirigido por Ciro Guerra y Cristina Gallego, optó por emplear la lengua autóctona wayuunaiki y el español en menor medida, para contar qué pasó en cierta región de Colombia, cuando a principios de la década de 1970, comienza desde allí el tráfico de marihuana hacia Estados Unidos. Sin pretender sacarle lágrimas al público, sin temor a mostrar la belleza rústica de esa etnia y sus tradiciones, y sin miedo a develar la fragilidad de una cultura sometida al siniestro y subrepticio escarnio de la cultura occidental dominante, los realizadores han creado una obra hermosa y potente.

La cinta tiene muchos elementos de impacto tanto desde el punto de vista cinematográfico como antropológico, en el más amplio sentido del término. Sorprende el despliegue actoral, que debió incluir auténticos pobladores del desierto de La Guajira como José Vicente Cotes en el papel de El Peregrino. Sin embargo, la matriarca Úrsula, es una experimentada actriz colombiana que tuvo que apelar tanto a sus raíces como a su talento para darle vida al personaje.

Mención aparte merecen José Acosta en su desempeño como Rapayet y John Narváez como el carismático Moisés. Profesionales y extras, todos por momentos contagian su realismo interpretativo y nos hace sentir que estamos viendo un documental sobre comunidades indígenas.

Complicada tiene que haber sido la tarea de Angélica Perea como directora artística. Primero tenía que apoyar la reconstrucción de los años 70, en un entorno en el que comienzan a dialogar elementos de la modernidad occidental con la cultura regional; y después avanzar en la descomposición y metamorfosis del ambiente, a instancias de la bonanza económica que experimenta la familia Pushaina de la tribu wayúu que centralizan la historia.

El efecto poético de sus cantos y bailes, la fantasía profética de sus juglares, así como la presentación de una de la riqueza decadente y mal habida, todo resulta prodigioso en este filme, acreedor del Premio Coral de Largometraje de ficción, en la 40 Edición del Festival Internacional de Cine de La Habana. No  creo que la intención sea explicar el nacimiento del narcotráfico en Colombia, sino que, vista desde la actualidad más bochornosa y cruenta de la sociedad colombiana, la cinta reconoce y denuncia la violencia desencadenada por la codicia, los prejuicios y la propia moral del clan. Pero también desliza con la debida suspicacia el componente diabólico que los vecinos estadounidenses aportaron a la llamada Bonanza Marimbera, desde su dudosa filosofía hippie. Cada cual cargue con su responsabilidad.

En ese sentido, me sorprendió la sinceridad con que el filme asume cierta mirada sobre la génesis del problema tráfico de drogas. No deja que la miseria y la precariedad de la vida cotidiana carguen el peso de la culpa, sino que indaga un poco más allá, develando modelos de comportamiento que pasan por hábitos ancestrales, pero también por la manipulación inescrupulosa de los sujetos.  Úrsula nunca pregunta sobre el origen de la fortuna súbita de Rapayet, más bien disfruta de ella y se limita a querer imponer la ley de los antepasados siempre que garantice su hegemonía personal. Por eso no duda en saltarse el canon, cuando ve amenazada la vida de su hijo.

Mientras me deleitaba viendo el filme, no dejaba de pensar en aquella escena:  ¿Cómo pedir 30 chivos y no sé cuántas reses, para que pueda matrimoniarse un hombre que malamente es dueño de la camisa que lleva puesta? Aquí la tradición es burlada por el contexto, porque no tiene la capacidad de actualizarse, de flexibilizarse, y se convierte en bumerang fatídico. La escena final de la niña con tres chivitos, trastabillando por un camino incierto, es concluyente en su tesis y en la virtud de un guion cerradito, a cargo de María Camila Arias y Jacques Toulemonde.

Ciro Guerra había impactado en este propio Festival habanero,  el pasado año con su extraordinario filme El abrazo de la serpiente, donde Cristina Gallego fungió como productora. Aquella película obtuvo numerosos galardones internacionales y la anuencia de la crítica especializada en todo el mundo. Esta, ya nos complace, y ofrece esperanzas sobre el crecimiento del cine colombiano, cuya riqueza debiera llegar a parecerse al fabuloso documental Colombia, magia salvaje (2015) de Mike Slee.

Eso espero siempre del cine latinoamericano: arte siempre, porque para eso existe el buen cine; aliento de renovación, porque para ver dramones al estilo Hollywood prefiero ver Hollywood directamente y no a través de espurios sucedáneos; y compromiso con nuestras culturas, porque nadie mejor que nuestros propios cineastas, para hablar de nosotros con tanta sinceridad y pasión.

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