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La vida invisible de Eurídice Gusmao: eterna historia de la desigualdad

Por: Berta Carricarte Melgarez

Cuando una mujer toma las riendas de su vida, tendrá que asumir las consecuencias de sus decisiones: casamientos, paritorios, abortos y lo que venga. Vivir en confrontación con la ideología patriarcal, en una sociedad conservadora y machista es un reto que pocas féminas estaban dispuestas a asumir en la década del 50 del siglo pasado. Por eso para las hermanas cariocas Eurídice y Guida, desafiar los roles de género significó una dura separación, contra la que lucharon confiando en que algún día se cumplieran sus sueños de vivir juntas otra vez.

Lo que cuenta La vida invisible de Eurídice Gusmao (Karim Aïnouz, 2019) no es solo esa historia de amor, complicidad y separación que sufrieron las hermanas; sino el alcance devastador de una política de género basada en el predominio de la autoridad paterna y marital sobre los deseos más íntimos y más auténticos del sujeto femenino. En realidad, la historia de la desigualdad entre hombres y mujeres, traducida como desigualdad de derechos y oportunidades, es una historia muchas veces contada; casi siempre desde una mirada masculina que trata de preservar, justificar y perpetuar esas mismas tiranías. Por lo que, lo más interesante de esta propuesta artística, debió ser el cómo decir otra vez lo que ya sabemos, pero esta vez desde la denuncia y el cuestionamiento.

El peso de la actuación descansa en el dueto Carol Duarte y Julia Stockler, que encarnan personalidades diferentes de mucha riqueza interior. Cabe agradecer la continencia de sus interpretaciones, y la sabiduría (quizás latente en el propio guion de Murilo Hauser) para no hacer de ellas meras sombras lloronas de su suerte. Creo que K. Aïnouz traza una biografía respetuosa y creíble de sus personajes, que no demerita nunca al sujeto femenino y le permite superar la estrecha lógica de comportamiento que la sociedad intenta imponerles.

No obstante, para mi gusto, el énfasis en el sufrimiento y sacrificio femenino es demoledor, sobre todo en el caso de Guida. Y en cuanto a los recursos narrativos, siento el filme demasiado apegado a una transparencia y linealidad discursiva lamentables que, tras una excelente intriga de predestinación en sus primeras imágenes, se atrinchera en una aburrida celebración de las cronologías, del tipo: un año después, 1951, 1952, 1954, 1958…

Por otra parte, no tengo nada en contra de filmes que duran más de dos horas, siempre y cuando haya una justificación suficiente para ello. Demorar la duración del plano sin que medie una excusa estética convincente; reiterar escenas o escenificar a plenitud instantes absolutamente eludibles, no contribuye a espesar la historia sino a entorpecer su fluidez: en puridad casi todas las escenas de Eurídice “tocando” el piano son estériles y ridículas, porque ni la actriz tiene idea de tocar nada al piano, ni su performance resulta convincente.  

Ya, y como cosa mía, me molesta el pornorrealismo del sangrado postparto y de la áspera consumación coital del matrimonio, entre otros momentos procaces, a los que no me refiero para evitar revelar aspectos cruciales de la trama.  Pero reconozco que esto puede ser efecto del predominio de representación hiperreal en la audiovisualidad contemporánea, y no un mero capricho estilístico de Karim Aïnouz. Sin contar  que sus obras participan asimismo de la exaltación verista propia del cine brasileño, desde los tiempos de Glauber Rocha y Nelson Pereyra Dos Santos hasta el cercano Fernando Meirelles, o el propio Aïnouz, triunfador internacional en 2002 con su ópera prima en la categoría largometraje, Madam Satá, también filmada en locaciones de Río de Janeiro, e impresionante retrato de un mito de la cultura urbana brasileña.

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