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Blonde

Texto y foto: Joel del Río en Juventud Rebelde

La mayor novedad de Blonde, cinta que por estos días proyectan los cines de la capital, proviene del empeño por explicar las abismales inseguridades de una de las actrices más conocidas, amadas y biografiadas del mundo, a través de tres factores: una infancia infeliz, la casi neurótica añoranza del padre ausente, y el anhelo, nunca satisfecho, de ser madre

Seguramente mi lector ha leído o escuchado decenas de opiniones sobre Blonde, la más reciente y polémica biografía fílmica de Marilyn Monroe, de estreno en las salas cubanas. De modo que no quiero llover sobre mojado y parto de compartir un par de criterios con quienes lo dijeron antes que yo:Ana de Armas está inmensa en su capacidad para transitar de la imitación a lo visceral, del rictus facial al trabajo con la dicción, y de ahí a las contorsiones del espíritu, todo ello con absoluta fluidez y pasmosa habilidad. Independientemente de que la nominen y la premien o no, ha nacido más que una estrella, una gran actriz cuyo brillo me costó percibir en un principio, pero que ahora reconozco con toda la franqueza que implica saberse equivocado y hasta publicar el error.

Reconocida la mejor carta de triunfo de la película, hay que advertir también que se trata de una obra excesivamente larga, casi extenuante, debido a un trabajo monocorde con el diseño del personaje y de su arco dramático (ella sufre, sufre, sufre, y luego sufre más todavía) de modo que parecen infinitos, y a veces hasta inútiles por repetitivas, estas dos horas y 47 minutos que necesitó el director neozelandés, naturalizado australiano, Andrew Dominik para presentarnos su versión de uno de los mayores mitos que ha dado el cine. O más bien su versión de la biografía homónima de Joyce Carol Oates, una escritora que suele insistir, hasta rozar el sensacionalismo, con la violencia y el incesto, la fuerza del inconsciente y la sexualidad, la seducción e incluso la violación.

Joyce Carol Oates y Dominik presentan un argumento que se edifica, básicamente, sobre las carencias, inseguridades, frustraciones y maltratos a que se enfrentó tanto Marilyn como Norma Jean, pero sobre todo esta última, cuya semblanza se ilustra siempre con la misma intención: provocar la lástima del espectador, anonadado con las sucesivas victimizaciones que marcaron su vida entera, a partir del abandono del padre, la locura y los maltratos de la madre, y por supuesto, la sucesión de hombres (un actor renuente y promiscuo, un pelotero machista y celoso, un intelectual ensimismado, y un político abusador) que entran y salen de su vida sin tomarse la molestia de entender, aparentemente, quién era ella y qué deseaba de la vida. Tal diseño de personajes y relaciones resulta tan abrumadoramente esquemático que luego de conmover al espectador lo sofoca, y digámoslo de una buena vez, también lo aburre.

La mayor novedad de Blonde, respecto a una de las actrices más conocidas, amadas y biografiadas del mundo (todo cinéfilo conoce al dedillo la subestimación de Hollywood, o la explotación del mito sexual que intentaba convertirla solamente en el sueño húmedo de las multitudes), proviene del empeño por explicar sus abismales inseguridades a través de tres factores: una infancia infeliz, la casi neurótica añoranza del padre ausente, una añoranza que se vuelve cacofónica puesto que aparece desde el primer plano de la película hasta el último, y el anhelo, nunca satisfecho, de ser madre. Es como si la novelista y el cineasta estuvieran convencidos de que sus obras alcanzarían mayor ambición estética y trascendencia si convertían a la indiscutible diosa de la gracia y la sensualidad en un ser inevitablemente desgraciado y lloroso. Pero en lugar de trascendencia, derivaron hacia la cacofonía o banalización del sufrimiento, la peor forma de sadismo artístico: el ocultamiento o menosprecio de toda virtud, belleza, placidez o ternura, tragadas por las tinieblas y la crueldad absolutas.

Blonde le falta sutileza, complejidad, y le sobran alaridos y lágrimas, e insiste demasiado en una imagen que se reitera hasta la fatiga: el contraste entre el blanco luminoso con que se engalanaba la estrella y las multitudes oscuras, acechantes, compuestas casi totalmente por machos lascivos e irrefrenables. A ratos, me recordó Frances, biografía de otra actriz rubia, también víctima de las manipulaciones y tiranías de Hollywood y sus magnates masculinos. En 1982 fue Jessica Lange quien consiguió el milagro de alumbrar en pantalla la efigie palpitante de Frances Farmer, aquella mujer cuya tendencia autodestructiva se explicaba mal, a pesar del esfuerzo ingente de la actriz por darle coherencia a todo el filme. Pero ya se sabe que esa coherencia totalizadora jamás está en manos de las actrices o actores.

Y hablando de coherencia totalizadora, Blonde apenas me aportó algún elemento nuevo a esa imagen, mucho más compleja y afacetada, aunque también episódica y sumaria, que aporta el filme británico Mi semana con Marilyn Monroe (2011, Simon Curtis) protagonizado brillantemente por Michelle Williams. Pero es que además de su parecido con esta o aquella película, y la lista puede ser demasiado larga para una página de Juventud RebeldeBlonde apenas presenta algún elemento nuevo para el espectador cubano, como no sea el entusiasmo por aplaudir el talento de Ana de Armas, porque entre nosotros fue muy conocido, y constantemente declamado, a los largo de veinte o treinta años, el poema Oración por Marilyn Monroe, publicado por el nicaragüense Ernesto Cardenal en 1965. Tan popular fue el poema en Cuba que el ICAIC realizó en 1985 un corto documental titulado Oración, dirigido por Marisol Trujillo, que exponía expresivamente la trágica vida, y muerte, de la bellísima actriz.

Pero la nueva película, y particularmente su guion, manifiestan curiosa incapacidad para explicar los abismos espirituales y sicológicos en que ahogaba la intérprete de Los caballeros las prefieren rubias o Algunos prefieren quemarse, porque el proyecto se concibió a garrotazos de tragedia y melodrama, que a mi entender nunca fueron los géneros idóneos para darle vida en pantalla a la más grande comedianta que ha dado el cine norteamericano. En fin, que esta Marilyn, o Norma Jean, me pareció demasiado infeliz para ser cierta, víctima sacrificial vapuleada por las circunstancias, o por los otros, por todos, sin que el espectador llegue a saber, a ciencia cierta, qué le impedía rebelarse, imponerse, sentirse realizada con lo mucho que logró conquistar. El filme prefiere entregarnos, porque quizá le parece más atractiva, a una actriz atrapada dentro de un abrigo de visón, o de un vestido blanco volandero e indiscreto, abrigo y vestido que a duras penas lograban cubrir el pánico enfermizo a no ser aceptada o amada. 

En términos formales, Blonde insiste demasiado en las voces en off (del padre ausente, del amigo lejano, del feto abortado, de ella misma en monólogo explicativo); hay mil ralentizaciones diseñadas para que el espectador crea en la importancia de ciertas escenas; se abusa de los contrastes entre el blanco seráfico de la diva y las tinieblas rugientes que habitan sus delirantes admiradores; también aparecen demasiados insertos y retrospectivas que solo machacan la inteligencia del espectador para abrumarlo con aclaraciones obvias…

Sin embargo, nadie podrá negar la aplastante eficacia dramática de los últimos veinte minutos del filme. Es como si Andrew Dominik, decidiera dejar intacto, después de intentar masacrarlo, el mito de Marilyn Monroe, y encuentra a la estrella instalada en el firmamento de las cosas eternas, mito escapado ya de todo molde esquemático, de toda narrativa manipuladora, mito liberado de todas aquellas tinieblas que Norma Jean Baker supo derrotar, después de muerta al menos, con la inocencia de su espléndida sonrisa, con el sonido acariciante y sensual de su voz cantando “I wanna be loved by you…”

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